Cecil era un león
que vivía en el Parque Nacional de Hwange, Zimbabue, y un dentista lo mató. No,
no es que tenga intención de ajustar las cuentas a todo el gremio dental por
alguna escabechina perpetrada contra alguno de mis molares, no. Walter James
Palmer, que así se llama el matarife, podría ser dentista, columnista de prensa
escrita o fresador. Es indiferente. Lo relevante es que su "hazaña
deportiva" lo ha colocado en la palestra internacional y medio mundo a
estas alturas sabe qué aspecto tiene, en qué trabaja o a qué dedica el tiempo
libre. Resulta que al muchacho le gusta la caza mayor o el "big
game". Es curioso que la lengua anglosajona todavía lo llame juego, como
si el tiempo no hubiera pasado y esas fotos de color sepia en las que los
ociosos aristócratas de los siglos pasados posaban junto a sus víctimas todavía
fueran algo de lo que sentirse orgulloso. Nuestro Walter también se hacía
fotos, pero a todo color. Al parecer su perfil de facebook está lleno de imágenes
de rinocerontes, osos y leones muertos, junto a los que posa con una expresión
tontuna, de infinita estupidez. Es probable que esa cuenta ya no exista. Muy
pronto, su bonita clínica dental también tendrá que cerrar las puertas, acosada
por la reacción indignada de miles de conciudadanos. Walter se ha equivocado de
época, de siglo. Pensaba que abatir a escopetazos a un león era algo con lo que
se podía ir por la vida. Walter, tan hábil con el torno, tan agradable con sus
pacientes, ha resultado ser torpísimo porque ignoraba que la sensibilidad del
resto de los miembros de su especie ha evolucionado de tal manera, que para la
abrumadora mayoría, la muerte gratuita, innecesaria y caprichosa de este animal
grandioso equivale a un delito imperdonable. No es tan inverosímil. A nuestro
querido rey Juan Carlos también le pasó, en versión elefantiásica. Y fue el
comienzo de su fin.
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