miércoles, 4 de abril de 2018

REY Y COLECCIONISTA (18/03/2018)

Si pasan por Londres y son amantes del arte no deberían perdérsela. Hasta el 15 de abril, la Royal Academy of Arts acoge la exposición “Carlos I: Rey y Coleccionista”, que vuelve a reunir, más de 350 años después, una de las colecciones de arte más legendarias de todos los tiempos. Obras maestras de la pintura y la escultura que eran codiciadas por las cortes europeas de la época porque eran el mejor reflejo del poder casi divino de sus propietarios. La peculiaridad de la colección que reunió Carlos I, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, es que esta le costó literalmente la cabeza: en 1649, el parlamento inglés liderado por Oliver Cromwell le hizo decapitar por sus excesos políticos y financieros. Un acontecimiento traumático de la historia británica en el que los españoles, como en casi todos los negocios europeos de la época, jugamos un papel decisivo. 
Todo comenzó en 1623. Carlos era un fogoso joven de 22 años que se preparaba para suceder a su padre, Jacobo I, en el trono inglés. Junto a su compadre favorito, el Duque de Buckingham, se embarcó en la imprudente aventura de cruzar el continente de incógnito para llegar a la corte española de Felipe IV. El objetivo del viaje era negociar el matrimonio de Carlos con la infanta María Ana, hermana del rey, pero se saldó con un sonoro fracaso. El príncipe inglés se enamoró perdidamente de la jovencísima infanta - 16 años a la sazón - pero su ímpetu juvenil acabó por espantarla. Por otro lado, estaban las diferencias religiosas, que acabaron por estropear definitivamente el negocio. Carlos sabía que si se presentaba en Inglaterra convertido al catolicismo, ni el pueblo ni el parlamento se lo iban a perdonar. 
Sin embargo, aquel fiasco diplomático tuvo otras repercusiones menos aparentes, pero que marcaron el curso de la historia inglesa. Carlos quedó obnubilado por la majestuosidad de la corte española. El impacto fue, en primer lugar, estético. Ningún inglés había visto algo parecido a la exquisita colección real de pintura y escultura que albergaba el Alcázar madrileño. Luego estaba la solemnidad de los usos cortesanos. Felipe IV dispuso un lugar de honor para el príncipe inglés en las celebraciones del Corpus Christi de aquel año y Carlos quedó profundamente conmovido. Calles engalanadas de flores y bellos tapices y, sobre todo, un pueblo que miraba a su rey como si fuera un Dios. Un modelo de monarquía que se propuso imitar, empezando por la colección de arte que allí mismo inició, con el regalo de despedida del rey español: un magnífico Tiziano. No sería el último. Regresó a Inglaterra con la intención de seguir aumentando su colección y parecerse a ese rey absoluto y majestuoso que había conocido en España. 
Pero las obras maestras eran – y lo son todavía – una afición cara. Además, Inglaterra se parecía muy poco a la rígida corte española. Allí el Parlamento era un poder auténtico y no se le podía ningunear sin pagar un alto precio. Los agobiantes impuestos fijados por el rey a sus espaldas, en gran parte para pagar su colección de arte, le enemistaron con el pueblo y desembocaron en una guerra civil. Los ingleses, a su peculiar manera, siempre fueron unos adelantados. Cortaron la cabeza de su rey ciento cuarenta años antes de que los franceses hicieran lo propio. La inmensa colección de Carlos I fue vendida y se dispersó por toda Europa. Hoy regresa a Londres para disfrute de propios y extraños. Los españoles podemos contarnos entre los primeros. Después de todo, nosotros la inspiramos.        


No hay comentarios:

Publicar un comentario