lunes, 16 de abril de 2018

MAESTROS (15/04/2018)

8:30 de la mañana. Refugiados bajo la marquesina del autobús, esperamos al número 34 que hoy tarda más de lo habitual. Llueve con alegría primaveral pero hace un frío de febrero. Mi hijo Manuel, de tres años, pellizca mis nudillos para entretener la espera y aguanta estoicamente las inclemencias del tiempo sin quejarse. A pesar de su corta edad, él también parece comprender la importancia de ese ritual diario que supone ir al colegio, llueva, truene o haga calor. 
Manuel es tan pequeño, tan inocente en todo lo que dice y hace, que me inspira una ternura que no puedo describir. A veces me gustaría que nunca cambiase, que conservase siempre esa mirada infantil que no juzga, que no clasifica a las personas por lo que tienen o por lo que son. Desgraciadamente, eso no será posible. Pronto descubrirá que el coche de su padre – que él piensa que es un bólido de carreras – es en realidad un viejo cacharro de segunda mano que está pidiendo a gritos el relevo, que hay niños que tienen un cuarto más grande que el suyo y que el mundo es también un lugar bastante hostil donde los seres humanos luchan entre sí para ganar respeto, dinero y poder. Para eso deberían existir los colegios. Para enseñar a los niños a comprender ese mundo en toda su complejidad, porque solo así podrán desenvolverse en él. 
¿Lo hacen de verdad? ¿Cumplen los colegios su misión? Estoy seguro de que lo intentan. En cada momento de la historia, la escuela ha sido el reflejo de los valores de la sociedad, de sus necesidades productivas y hasta de su fe religiosa. Y el mundo ha cambiado. Mi generación vivió los últimos coletazos de la educación tradicional, con castigos físicos incluidos, y ahora es testigo de un modelo que se preocupa más del bienestar emocional del alumno. Estoy convencido de que es el camino a seguir. El maestro – qué bonita palabra, ya casi en desuso – debería ejercer como tal en el sentido más amplio posible y no limitarse a instruir a sus alumnos en la materia correspondiente. Debería compartir con humildad el trayecto vital que le ha llevado hasta ese estrado, su experiencia y los desafíos que ha tenido que superar. 
Comprendo que esta visión algo idílica de la educación pueda asustar a algunos padres, convencidos de que lo que sus hijos necesitan por encima de todo es un alto nivel de inglés para competir en un mercado laboral cada vez más exigente. Como padre que soy con un alto nivel de inglés les tranquilizaría: yo no aprendí este idioma gracias a un licenciado en Cambridge. Yo tuve al peor profesor de inglés que se pueda imaginar, un individuo paranoico con un nivel académico bajísimo al que le gustaba estirar de las patillas a sus alumnos. Por suerte tuve otros maestros, en el aula y fuera de ella, que cultivaron en mí la fuerza de voluntad y el equilibrio necesarios para enfrentarme a un desafío tan exigente como el de aprender un idioma. Por eso, cuando veo entrar al pequeño Manuel en el colegio lo que deseo es que encuentre buenos maestros. Modelos de conducta, además de profesores competentes con un buen nivel académico. Esas personas le ayudarán a comprender el mundo más allá de las limitadas fronteras de lo que ya conoce. Entre otras cosas, que hay familias que no tienen coche y que muchos niños ni siquiera tienen cuarto o juguetes. 
Sin prisa pero sin pausa. Hoy solo es un día en este largo camino. Llueve, hace frío y hemos llegado con retraso porque el 34 ha venido más tarde que nunca. Seguro que Manuel ha sacado infantiles e interesantes conclusiones al respecto.     

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