Si
hubiera que escoger el lugar más simbólico de esta comunidad política y
sentimental que llamamos Aragón, ese sería sin duda el Real Monasterio de San
Juan de la Peña. En el siglo X, al abrigo de esa roca rojiza de la que mana el
agua y rodeado de una naturaleza exuberante, se fundó un cenobio que pronto
sería el predilecto de los reyes de Aragón. En 1061, Ramiro I, fundador de la
nueva dinastía, dejó escrito en su testamento que amó a los monjes de San Juan
de la Peña “más que al resto de los hombres”. Y mandó ser enterrado allí,
inaugurando una tradición real que continuarían su hijo, Sancho Ramírez, y su
nieto, Pedro I.
Más
de 900 años después, en una de las primeras actuaciones del primer gobierno
autonómico de Santiago Marraco en 1984, se decidió restaurar y dignificar los
panteones reales de Aragón. Era una medida cargada de lógica. Para una
administración centralista aquellos monumentos eran objeto de protección, pero era
obvio que jamás dedicarían los mismos recursos ni el mismo entusiasmo que
pondría un aragonés en cuidar el solar fundacional de su comunidad. Y se
comenzó por San Juan de la Peña. La verdad es que se me ocurren pocos ejemplos
mejores que justifiquen la necesidad y el éxito del estado autonómico español. A
la par de los trabajos dirigidos por el arquitecto Ramón Bescós, se realizó una
excavación arqueológica a cargo de Carlos Escó y José
Ignacio Lorenzo, que incluía el panteón medieval, lugar de enterramiento de los
reyes privativos de Aragón y sus familiares. A pesar del pesimismo reinante
sobre las posibilidades de encontrar restos debido a los sucesivos expolios que
había sufrido el monasterio en el curso de la historia, los resultados fueron
sorprendentes. Aparecieron los esqueletos de 30 individuos, algunos
desordenadamente dispuestos y otras tumbas intactas, aunque inicialmente sin
rastro de ajuar funerario. Sin embargo, el método científico seguido en la
excavación acabó dando frutos: en la criba de la tierra, el niño José Luis
Solano – hijo del entonces guarda del monumento, también José Luis, que este
año se retira tras más de 30 años de dedicación al patrimonio de la Jacetania –
descubrió un exquisito anillo de oro decorado con un águila portando una rama
de olivo en su pico. Un anillo digno de un rey. Aparecieron dos más, y un dado,
que también habían escapado a la codicia de los expoliadores.
Así
se inició un largo proceso de investigación científica multidisciplinar –
historia, antropología, genética, carbono-14, radiología - que se amplió a los
restos de Ramiro II El Monje y Alfonso I El Batallador en el monasterio de San
Pedro el Viejo de Huesca, y a los de la Condesa Sancha, hija de Ramiro I, en el
de las Benedictinas de Jaca. Una investigación que ha contado con los mejores
especialistas de dentro y fuera de Aragón, y que concluye hoy domingo con la
reinhumación solemne del Linaje Real aragonés en la que participan las más
altas autoridades de la Comunidad. Una magnífica oportunidad para recordar
nuestra historia, que sufrió durante generaciones cierto desdén castellano y
que debemos reivindicar con orgullo. Porque desde muy antiguo, Aragón fue
tierra de reyes.
Que nadie se alarme. Mi rejuvenecido aragonesismo se lleva perfectamente bien con mi lealtad a España, a Europa, y sin apurar demasiado, a la comunidad de todos los pueblos de la tierra. En cierta ocasión, un nacionalista muy enfadado me dijo que eso era propio de esquizofrénicos. “¿Ah, sí? Bendita enfermedad la mía”, le contesté muy ufano.
Que nadie se alarme. Mi rejuvenecido aragonesismo se lleva perfectamente bien con mi lealtad a España, a Europa, y sin apurar demasiado, a la comunidad de todos los pueblos de la tierra. En cierta ocasión, un nacionalista muy enfadado me dijo que eso era propio de esquizofrénicos. “¿Ah, sí? Bendita enfermedad la mía”, le contesté muy ufano.
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