domingo, 10 de junio de 2018

ELOGIO DEL TURISTA (13/05/2018)

Hubo un tiempo en que a los turistas les llamaban viajeros. Solían ser gente refinada y de posibles, escribían bellas crónicas de paisajes que casi nadie había visto y fotografiaban al personal que invariablemente calzaba alpargatas y vestía traje regional todos los días. Los paisanos miraban a la cámara con una hondura tal, que hasta el fotógrafo más torpe era capaz de ejecutar obras maestras. En color sepia, además, que lo perdona todo. 
Un día dejaron de existir esos lugares. La señora del pueblo ya no tan recóndito tenía latas de fabada Litoral en la despensa y había cambiado el traje regional por un chándal. Su mirada ya no tenía esa hondura porque veía la televisión, como nosotros. Los viajeros, antaño exclusivamente franceses, ingleses y alemanes, ahora eran también españoles. Del refinamiento viajero nunca más se supo pero las cámaras hacían cada vez mejores fotografías: era tan fácil que ahora se las llamaba fotos. El alcalde de Benidorm viajó al Pardo para convencer a Franco de que el bikini en sus playas era una buena idea y un tal Manuel Fraga declaró que España era diferente; para demostrarlo se bañó en una playa en Palomares, Almería, donde acababan de caer del cielo cuatro bombas termonucleares de 1,5 megatones cada una. Había nacido el turismo. 
La palabra proviene del francés “tour” - vuelta, giro - pero a pesar de su noble etimología el turismo nació gafado. Ni siquiera convertirse en la primera industria nacional sostenedora de una balanza de pagos crónicamente deficitaria pudo redimirlo. Turismo se convirtió muy pronto en sinónimo de masificación, hormigón y mal gusto, y el paso del tiempo no hizo nada para cambiar esa idea. Cuando se quiere rebajar la importancia, calidad, profundidad intelectual o autenticidad de un establecimiento, comida, bien o servicio, se le añade el adjetivo “turístico” o el todavía más despectivo “para turistas”. Usted lo ha hecho, querido lector, yo lo he hecho y todos lo hemos hecho. Porque aquí nadie quiere ser turista. Turistas siempre son los demás. Cuando nos enteramos de que Barcelona está en pie de guerra porque ya no aguanta a los turistas decimos “ si es que no me extraña… ¿los has visto haciendo cola delante de la Sagrada Familia? ¿Pero qué les dan?”. Si vemos en la televisión que Venecia ha instalado tornos para controlar su entrada, nos echamos las manos a la cabeza y juramos que nos haríamos el harakiri antes de entrar en esa ciudad sagrada como si fuera el Santiago Bernabeu. Sí, porque nos gusta creer que nuestra Venecia es la de Visconti y nuestra Barcelona la de Els Quatre Gats, que para eso hemos estudiado y somos muy leídos. Tururú. 
¡Todos somos turistas, señoras y señores! Nos guste o no. Y si el mundo se ve acosado por la masificación y la fealdad, lacras mayores de la época que nos ha tocado vivir, la culpa no la tiene el turista. Desde luego no la tengo yo. La semana pasada visité una ciudad castellana de cuyo nombre no quiero acordarme y fui víctima de la picaresca más vergonzante por parte de los hosteleros del lugar: en la mayoría de los establecimientos se nos añadió a la factura vinos, desayunos y raciones de jamón que no habíamos consumido. Ya saben ese viejo dicho, “y si cuela, cuela”. ¡Y eso que éramos españoles que comprendíamos el idioma! No quiero ni pensar lo que harían con todos esos japoneses y americanos que nos rodeaban. Un respeto, por Dios. El turista tendría que ser mimado en este país como en ningún otro. Regulen, pero no roben. Que nos cargamos el invento.

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