Irónicamente,
uno necesita salir de las grandes ciudades para descubrir que el mundo es muy
grande. Y que está abrumadoramente despoblado. No hablo de la estepa siberiana,
ni del desierto del Kalahari; hablo de lugares muy cercanos, sin salir de
Aragón, donde es posible recorrer centenares de kilómetros sin encontrar un
alma. ¿No se han preguntado lo absurdo que resulta vivir en un
edificio-colmena, en un hueco minúsculo por el que nos endeudamos de por vida,
mientras a una decena de kilómetros comienza un desierto casi vacío? La ciudad
es una realidad social muy antigua, casi tanto como la civilización, pero
sospecho que nunca ha ejercido una fuerza de atracción tan brutal como en los
tiempos actuales. Como esos agujeros negros que lo tragan todo, hasta la misma
luz, y que dejan al resto del mundo (rural) en la más completa oscuridad.
Las ciudades nacen por motivos económicos pero se
sostienen gracias a otra fuerza de la que rara vez se habla en términos
poblacionales: la inercia. Prueben a preguntarle a un maño por qué de entre
todas las ciudades del mundo, a orillas de otros tantos ríos caudalosos, eligió
Zaragoza para vivir. Con toda probabilidad se encogerá de hombros y responderá:
“En realidad no lo elegí. Nací aquí y aquí han nacido mis hijos. En Torrero me
enterrarán.” A diferencia de otras culturas menos mediterráneas, la movilidad
geográfica es escasa en España porque aquí la familia sigue siendo una fuerza
social poderosísima que se resiste a la dispersión de sus miembros. Romper con
esa ley de la inercia exige una buena dosis de ambición y aventurerismo que, en
la mayoría de los casos, lleva al individuo a otra ciudad todavía más grande de
la que casi nunca regresa. Como decía Sabina, pongamos que hablo de Madrid.
Los pueblos nacen por motivos mucho más terrenales
- porque por allí pasaba un río o porque un general romano eligió el lugar para
plantar su campamento - pero acaban muriendo por la maldita economía. Aunque en
el problema de la despoblación intervienen muchos factores sociales y
culturales, los pueblos comienzan a decaer cuando sus habitantes deben emigrar
para ganarse la vida o para ejercer otras ocupaciones que no existen en los
núcleos pequeños. Así empieza un círculo vicioso de falta de actividad
económica, déficit de comunicaciones y servicios, y creciente desatención de
las administraciones que desvían los recursos hacia lugares más poblados. En
Aragón muchos pueblos se mueren y la pérdida es tan profunda que nadie tiene
derecho a mirar hacia otro lado.
Hay que luchar, de eso no hay duda. Cada pueblo
tiene que encontrar su lugar en este nuevo mundo cambiante y loco en el que nos
ha tocado vivir, tratando de que sus habitantes no lo abandonen y atrayendo a
otros nuevos. Las ciudades están rebosantes de vidas rotas que necesitan un
nuevo horizonte al que mirar y el mundo rural tiene mucho que ofrecer: el
silencio, el ritmo pausado, el contacto con la naturaleza, las relaciones de
vecindad, la belleza de muchos de sus rincones... ¡Ay, la belleza! Cuídenla,
hombres y mujeres del campo, por lo que más quieran. Sé que la vida rural es
más dura de lo que este escribano pueda llegar a imaginar, y que a veces no hay
tiempo ni ganas de ser refinado, pero les juro que es importante. Conserven la
autenticidad de los pueblos, lo que los hace únicos desde hace siglos y sus
posibilidades de sobrevivir se multiplicarán. Y resistan, por favor. Porque
debajo de este urbanita de piel fina, si se fijan, también hay un hombre de
pueblo.
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