viernes, 30 de julio de 2010

DE LOS TOROS (30/07/2010)

Es el sueño de un jefe de redacción sustituto en una mañana de verano. El Parlament de Cataluña prohíbe la fiesta de los toros y por unos días se hablará de algo con más chicha que la ola de calor o los incendios forestales. Al asunto no le faltan ingredientes. Desde que a los independentistas les diera por serrar las patas a los toros de Osborne que pastaban junto a las carreteras catalanas, está claro que la fiesta nacional es un asunto político. Pero también algo más. El rechazo creciente que despiertan las prácticas - no sólo taurinas - que provocan sufrimiento en los animales, es un sentimiento que ha penetrado en nuestro ADN y que está por encima de naciones o ideologías. Para compartirlo, la gran mayoría no necesita enseñar sus partes pudendas en la puerta de una plaza, o escenificar las suertes taurómacas entre gritos y litros de colorante. La fiesta de los toros agoniza en Cataluña sin necesidad de ningún colectivo. La única plaza en uso, la Monumental de Barcelona, sólo cuenta con cuatrocientos abonados. El riesgo que corren los abolicionistas es que, a partir de ahora y hasta el comienzo de la prohibición, según la españolísima e inveterada costumbre de llevar la contraria a la autoridad, por sistema, esos cuatrocientos se conviertan en cuarenta mil. Ya se verá. En cualquier caso, el espectáculo taurino está condenado a desaparecer y sus partidarios lo saben. La mejor prueba de ello es que nadie ha caído en la cuenta de que una ley, de la misma forma en que se aprueba, se puede derogar. Hoy se prohíben las corridas y mañana, quién sabe, se vuelven a autorizar y José Tomás, para celebrarlo, se encierra con seis toros en el Nou Camp. No ocurrirá. Porque una corriente más profunda fluye por debajo del alboroto nacionalista. Una que nos aleja de lo primitivo, de lo sangriento. De lo que fuimos. De los toros.

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