Lo único que estoy dispuesto a reconocerles es que nacieron en Chile.
Punto redondo. Los autores del atentado contra la Basílica del Pilar de
Zaragoza, sobre los que ha recaído esta semana una sentencia condenatoria de 12
años de prisión, son un matrimonio de chilenos de 27 y 36 años de edad. Las
crónicas periodísticas les llaman también “anarquistas”, pero yo me niego a
darles semejante tratamiento porque eso les haría parecer mucho más importantes
de lo que son. El anarquismo es un movimiento político centenario, que por muy
revolucionario que sea, en pleno siglo XXI debe exigir de sus miembros algo más
que poner bombitas. Más que nada, para que entre Proudhon, Bakunin y Kropotkin
y esta pareja de lechuguinos descerebrados no pueda establecerse relación
alguna. En las fotos aparecen sentados frente al tribunal que les juzga, en la
Audiencia Nacional, y podría decirse que disfrutan de sus cinco minutos de
gloria. Por una vez, han hecho algo en la vida. Algo suficientemente importante
como para justificar su aparición en televisión y que sus nombres se lean en
los periódicos. ¿No les estaremos dando demasiado? ¿No sería preferible evitar
que se convirtieran en celebridades? El tema no es nuevo, y surge siempre que
se trata el fenómeno terrorista. ¿Quién no está harto de ver en estos días los
rostros bovinos de los autores de los atentados de Bruselas en televisión? ¿Y
de escuchar una y otra vez sus nombres? Alguien podrá argüir que el instinto
animal que conservamos nos exige conocer el rostro de los asesinos para saber
reconocer futuras amenazas. Otros hablarán de morbo, puro y duro.
Personalmente, abogo por aguantarnos todos las ganas y condenarles al
anonimato. Nada de fotos, nada de alias, nada de comandos. Y llamarles solo por
su nombre: descerebrados.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario