No fueron seis años, como se publicó al principio. Un funcionario
gaditano llevaba ni más ni menos que catorce cobrando el sueldo sin aparecer
por su puesto de trabajo. Joaquín García, cuñado de un candidato socialista a
la alcaldía, había entrado en el ayuntamiento de Cádiz como director técnico de
Medio Ambiente, y cuando llegaron los otros, los peperos, fue recolocado en una
empresa municipal. Según afirmaba el gerente de Aguas de Cádiz, que tenía su
despacho junto al del ausente, “llevaba años sin verle”. Ahora el ayuntamiento
le reclama una importante cantidad de dinero, la justicia ha fallado en su
contra y el absentista recalcitrante alega un caso de mobbing – se le encargó
un trabajo que no tenía ningún contenido - que le llevó a convertirse en un
lector empedernido de Spinoza y, finalmente, al diván del psiquiatra para
recibir tratamiento. Parece una historia sacada de un concurso de chirigotas
pero, desgraciadamente, no lo es. La falta de rigor con la que se ha
administrado el dinero público por parte de muchos ayuntamientos españoles
produce auténtico estupor. Ahí tenemos el estercolero valenciano, del que
empiezan a surgir nuevos casos de corrupción que amenazan a la mismísima Rita
Barberá. O el caso aragonés más sonado, el de La Muela, cuya antigua alcaldesa,
del Partido Aragonés, se sienta estos días en el banquillo de los acusados. Si
la institución democrática más próxima al ciudadano es la primera en sufrir el
azote de la corrupción, hay que deducir que la sociedad sufre una crisis de
valores agudísima. Porque en los ayuntamientos se hace evidente que los
políticos surgen de la sociedad misma, casi sin intermediarios. Que nadie se
engañe, por tanto. La clase política que padecemos no nos ha tocado en un
fatídico sorteo. Simplemente, vivimos en un país de chorizos.
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