La capital de Panamá se llama Panamá. Por un lado, un sistema muy
económico de sacarle rendimiento a los nombres, y por otro, un sabotaje al juego
de adivinar capitales, única forma de lucimiento de niños resabidos y poco
deportistas. Porque en Panamá siempre han entendido mucho de economías. Recuerdo
que el libro de geografía de la EGB ya decía que una mayoría abrumadora de la
flota mercante mundial estaba matriculada... ¡en Panamá! Aquello era un misterio
insondable para un niño como yo, clase media hasta la médula, cuyos padres no
tenían sociedades domiciliadas en aquel lejano país con un canal muy importante
que, cómo no, también se llamaba Panamá. Por cierto, el genuino escándalo de
Panamá estalló mucho antes de que políticos, artistas y demás gentes de
posibles decidieran crear sociedades al sol caribeño, y que fueran objeto de la
reciente filtración conocida como Panamá Papers y dejados con sus vergüenzas,
hipocresías y miserias a la vista de todos. Ocurrió a finales del siglo XIX,
con motivo del primer intento fallido de construcción del Canal; aquel
chanchullo dejó sin ahorros a casi un millón de incautos e inició una tradición
de país corrupto que se ha mantenido hasta hoy. Pero no nos ensañemos demasiado
con los panameños, que en lo que se refiere a falta de transparencia, juego
sucio y operaciones económicas malolientes, la lista es más larga que la
muralla china. Porque todos los paraísos fiscales son, para este escribidor,
países corruptos. Luxemburgo, sin ir más lejos. Y también lo son aquellos que
firman acuerdos bajo la mesa con todopoderosas multinacionales, pesadilla del
pequeño emprendedor, para garantizarles privilegios fiscales. Holanda o
Irlanda, por ejemplo. El mundo puede llegar a ser profundamente injusto. Pero
tampoco necesitábamos a Panamá para saberlo.
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