Los groseros no saben lo que se pierden. ¿Puede haber algo más
entrañable que cruzarse en una plaza con un desconocido y aminorar la velocidad
para cederle el paso, y descubrir que él está haciendo exactamente lo mismo por
ti, zanjando el encuentro con un “por favor” del que acaba por detenerse por
completo y una mutua sonrisa cómplice que te hace sentir un agradable
calorcillo en el pecho? Siento lástima por los que nunca lo hayan
experimentado. La buena educación es un regalo que hacen los buenos padres a
sus hijos, y más allá de un simple catálogo de convenciones superficiales –
buenos días, por favor, sería usted tan amable, muchas gracias - , debería ser
un código de comportamiento firmemente anclado en los principios más elevados.
El primero de todos, el respeto al prójimo con independencia de su condición.
Por desgracia, muchos con los que nos cruzamos cada día por la calle no
recibieron esa educación de sus padres y será muy difícil que puedan
transmitírsela a sus hijos del mismo modo que no podrán legarles algo que no
tengan, como una finca de recreo o un yate de veinte metros de eslora. Como
resultado, las calles y las plazas están pobladas de individuos-meteorito, que
no tienen capacidad de aminorar su velocidad por la tiranía de las leyes
cósmicas, prisioneros de la absurda creencia de que ceder el paso equivale a
una muestra de debilidad de la que el prójimo – aquí, un individuo sospechoso,
un enemigo, un rival – podría llegar a aprovecharse. Pobres diablos. Qué
catastrófico error. La lucha por la vida es dura y está llena de contratiempos,
no hay por qué negarlo. Pero los gestos amables, la cortesía, son un bálsamo a
esas amarguras y una invitación a la esperanza. No salgan a la calle sin ella.
Podrían llegar a chocar con alguien en cualquier momento.
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