No me negarán que hay semejanzas. El borrado de los ordenadores de
Bárcenas en la sede del Partido Popular de la calle Génova tiene ese mismo aire
de nocturnidad, improvisación y linternas-puntero bailando entre mesas de
despacho con el que recordamos, cortesía de Hollywood, la célebre incursión de
los matones de Nixon en la sede del Partido Demócrata en Washington que supuso
la aniquilación política de su jefe. Allí se denominó el escándalo Watergate, y
aquí podríamos cambiar el agua por un váter, de lo mal que huele todo. Pero no
llevemos la comparación demasiado lejos. Siendo justos, al lado de Richard
Nixon, el hombre de Pontevedra es un santo varón; mientras el primero carecía
por completo de escrúpulos, nuestro Mariano Rajoy peca de tener demasiados. El
problema es que para combatirlos no conoce otra estrategia política que la de
la inacción. En los últimos tiempos, el presidente del gobierno en funciones se
ha convertido en un especialista en ponerse de perfil ante cualquier
adversidad. Cuando estalló el caso Bárcenas se metió en una pantalla de plasma,
cuando la amenaza secesionista llegó al clímax en las elecciones catalanas se
refugió en el silencio, y cuando llegó el gran debate de la campaña electoral
envió a su vicepresidenta, en una espantada que ya forma parte de la historia
política de este país. Recientemente, se ha vuelto a superar. Ante la incómoda
perspectiva de enfrentarse a un agrio debate de investidura del que saldría
vapuleado, ha optado por rechazar el encargo del Rey, desvirtuando el sistema
de elección del gobierno de una manera que los constituyentes jamás llegaron a
imaginar. La historia le juzgará con dureza. Porque el caso Bárcenas acabó con
su carrera política hace ya mucho tiempo. Y Rajoy parece empeñado en ser el
último en enterarse.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario