martes, 26 de abril de 2016

VÁTERGATE (29/01/2016)

No me negarán que hay semejanzas. El borrado de los ordenadores de Bárcenas en la sede del Partido Popular de la calle Génova tiene ese mismo aire de nocturnidad, improvisación y linternas-puntero bailando entre mesas de despacho con el que recordamos, cortesía de Hollywood, la célebre incursión de los matones de Nixon en la sede del Partido Demócrata en Washington que supuso la aniquilación política de su jefe. Allí se denominó el escándalo Watergate, y aquí podríamos cambiar el agua por un váter, de lo mal que huele todo. Pero no llevemos la comparación demasiado lejos. Siendo justos, al lado de Richard Nixon, el hombre de Pontevedra es un santo varón; mientras el primero carecía por completo de escrúpulos, nuestro Mariano Rajoy peca de tener demasiados. El problema es que para combatirlos no conoce otra estrategia política que la de la inacción. En los últimos tiempos, el presidente del gobierno en funciones se ha convertido en un especialista en ponerse de perfil ante cualquier adversidad. Cuando estalló el caso Bárcenas se metió en una pantalla de plasma, cuando la amenaza secesionista llegó al clímax en las elecciones catalanas se refugió en el silencio, y cuando llegó el gran debate de la campaña electoral envió a su vicepresidenta, en una espantada que ya forma parte de la historia política de este país. Recientemente, se ha vuelto a superar. Ante la incómoda perspectiva de enfrentarse a un agrio debate de investidura del que saldría vapuleado, ha optado por rechazar el encargo del Rey, desvirtuando el sistema de elección del gobierno de una manera que los constituyentes jamás llegaron a imaginar. La historia le juzgará con dureza. Porque el caso Bárcenas acabó con su carrera política hace ya mucho tiempo. Y Rajoy parece empeñado en ser el último en enterarse.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario