Como no existen precedentes en nuestra moderna democracia, nadie está
muy seguro de lo que va a pasar. Estamos ante la peor pesadilla de los
arquitectos del sistema constitucional de 1978: un parlamento fragmentado y un
país ingobernable. Después de las elecciones del 20 de diciembre, PP, PSOE,
Podemos y Ciudadanos, partidos de proyección nacional, suman 322 escaños, la
vieja IU se queda con 3, y los 25 restantes se reparten entre una plétora de
partidos nacionalistas de diverso pelaje, convencidos de que el estado es más
débil que nunca y dispuestos a plantear un órdago al sistema autonómico
vigente. Para complicar aún más cosas, los dos partidos tradicionales,
populares y socialistas, se encuentran sumidos en sendas crisis de liderazgo y
credibilidad, y el problema catalán, siempre la guinda del pastel, se ha
convertido en un obstáculo insalvable para reeditar la coalición de izquierdas
que tan bien funcionó tras las elecciones municipales y autonómicas. En
resumen, un enredo de difícil solución. Puestos a buscar un consenso, un punto
de partida para una futura negociación que pudiera ser compartido por el mayor
número de grupos políticos, este podría ser la necesidad de reformas urgentes
en el sistema político español. Cambios de fondo, no parches, que abrieran de
una vez el melón constitucional e iniciaran una etapa histórica de verdadera
madurez democrática. Con dos objetivos básicos: mejorar la calidad de nuestra
democracia y enfrentarse al desafío secesionista con una reforma del sistema de
organización territorial. ¡Qué lío! – le gusta decir al presidente del gobierno
en funciones. Ciertamente, el desafío no es pequeño. Lo mejor de todo es que,
de puro grande, es imposible no verlo. Ahora necesitamos una clase política que
no se empeñe en mirar hacia otro lado.
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