Cuando aún resuenan los ecos de las bombas de Bruselas, las redes
sociales se llenan estos días de alegatos en contra de la religión de los
asesinos. La indignación cunde. La necesaria frontera de separación entre
musulmanes pacíficos y fundamentalismo criminal se ignora cada vez más,
deliberadamente, para dar rienda suelta a una de las pasiones más destructivas
que es capaz de albergar el corazón humano: la venganza. Al mismo tiempo, en las
calles de toda España suenan los tambores y miles de imágenes salen en
procesión para conmemorar otro padecimiento, la pasión por antonomasia, el
increíble tormento al que fue sometido un judío revolucionario en la Palestina
de hace más de 2.000 años. La coincidencia me parece relevante. Porque nos
presenta la oportunidad de reflexionar sobre el verdadero significado de
nuestras creencias. O de nuestra cultura, si se prefiere. ¿Qué sentido profundo
tiene la figura agonizante del Cristo del Silencio, que estremece de emoción a
miles de alcañizanos y visitantes cada Jueves Santo? La crucifixión, la muerte
más horrenda que un ser humano podía infligir a otro en tiempos de Jesús, es la
demostración definitiva del principio supremo que éste defendió: el del amor al
prójimo, la ausencia de odio y el perdón. Si una banda de malnacidos te tortura
con saña – con clavos, espinas y vinagre - y uno es capaz de no sentir odio,
significa que ha alcanzado la liberación absoluta. Creo que este principio no
excluye la posibilidad de defenderse, utilizando la fuerza si fuera necesario,
aunque Jesucristo no la tuvo o quizás no la quiso. Doctores tiene la Iglesia.
Yo me quedo con la parte más importante de su mensaje. Que a la barbarie no se responde
con odio. Porque al hacerlo estamos destruyendo lo mejor de nosotros
mismos.
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