Estamos en abril y llueve, como Dios manda. No he caminado ni diez pasos
cuando de pronto, zas, siento que el suelo se tambalea bajo mi pie y un tsunami
de agua helada y marrón se abalanza sobre mi zapato. La baldosa que acabo de
pisar era una baldosa-trampa, una mina antipersona que me ha dejado el pie
mojado para todo el día. Dejo escapar un juramento grueso y sin mucho
fundamento: que se sepa, las baldosas no tienen madre. A lo mejor me estoy acordando
de que alguien tendría que haber reparado esa baldosa rota antes de que yo la
pisara y, de golpe, a la lluvia, al cierzo y al calcetín mojado se le suma un
profundo ataque de melancolía. ¿Quién sustituirá esa baldosa y cuándo? Dios
mío, la pregunta parece un agujero negro. Si uno viviera en un pueblo pequeño
siempre le quedaría la esperanza de que el alcalde o un concejal acertaran a
pasar por su calle y que pisaran la misma baldosa en un día de lluvia pero, en
mi caso, hay muchas más posibilidades de que me toque el euromillón y entonces
ya todo daría igual porque viviría en una calle alfombrada, sin baldosas o con
un operario que las cambiaría cada semana. “Sé que volveré a pisar esta misma
baldosa”, me digo con un fatalismo negrísimo. No hace falta ser un experto
municipalista para predecir cómo funciona la administración local en España.
Tampoco ser un Carl Jung para desentrañar el inconsciente colectivo español.
Aquí prima el relumbrón, la gran infraestructura que cuesta un pastón, la placa
conmemorativa del político que la hizo posible pero no la pagó. Mientras camino
con el pie mojado, diviso a lo lejos el magnífico cascarón vacío de la Torre
del Agua. A estas alturas, algún otro incauto habrá pisado ya la baldosa rota.
Parece que puedo oír su juramento, traído por el viento. Debe ser la astenia
primaveral. Temo que no cambiaremos jamás.
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