martes, 26 de abril de 2016

LA BALDOSA ROTA (08/04/2016)

Estamos en abril y llueve, como Dios manda. No he caminado ni diez pasos cuando de pronto, zas, siento que el suelo se tambalea bajo mi pie y un tsunami de agua helada y marrón se abalanza sobre mi zapato. La baldosa que acabo de pisar era una baldosa-trampa, una mina antipersona que me ha dejado el pie mojado para todo el día. Dejo escapar un juramento grueso y sin mucho fundamento: que se sepa, las baldosas no tienen madre. A lo mejor me estoy acordando de que alguien tendría que haber reparado esa baldosa rota antes de que yo la pisara y, de golpe, a la lluvia, al cierzo y al calcetín mojado se le suma un profundo ataque de melancolía. ¿Quién sustituirá esa baldosa y cuándo? Dios mío, la pregunta parece un agujero negro. Si uno viviera en un pueblo pequeño siempre le quedaría la esperanza de que el alcalde o un concejal acertaran a pasar por su calle y que pisaran la misma baldosa en un día de lluvia pero, en mi caso, hay muchas más posibilidades de que me toque el euromillón y entonces ya todo daría igual porque viviría en una calle alfombrada, sin baldosas o con un operario que las cambiaría cada semana. “Sé que volveré a pisar esta misma baldosa”, me digo con un fatalismo negrísimo. No hace falta ser un experto municipalista para predecir cómo funciona la administración local en España. Tampoco ser un Carl Jung para desentrañar el inconsciente colectivo español. Aquí prima el relumbrón, la gran infraestructura que cuesta un pastón, la placa conmemorativa del político que la hizo posible pero no la pagó. Mientras camino con el pie mojado, diviso a lo lejos el magnífico cascarón vacío de la Torre del Agua. A estas alturas, algún otro incauto habrá pisado ya la baldosa rota. Parece que puedo oír su juramento, traído por el viento. Debe ser la astenia primaveral. Temo que no cambiaremos jamás.   

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