Detesto la violencia. La física, por descontado, pero también la
gestual, la verbal, la escrita, y hasta la de pensamiento. Otro comportamiento
humano que tampoco soporto, cuando está íntimamente relacionado con el anterior,
es la cobardía. La violencia cobarde, es decir, la que se aprovecha de una
situación de superioridad o de la pertenencia a un grupo frente a un individuo
solitario, me parece una conducta despreciable. Entre sus practicantes podemos
encontrar, por ejemplo, al energúmeno que insulta al árbitro desde la grada de
un campo de fútbol. O a la jauría anti-sistema que patea a un policía en el
suelo durante una manifestación ilegal. Por cierto, esto último despertaba no
hace mucho en el líder de Podemos, Pablo Iglesias, una profunda emoción, por el
compromiso de esos chicos, “que se la estaban jugando”. Sí, se refería a los
pateadores. Está claro que el citado político y un servidor tenemos
sensibilidades tan dispares como las de un terrícola y un habitante de Plutón.
Pero volviendo al razonamiento anterior, el lector podrá entender a estas
alturas que cuando alguien se sacó de la manga la práctica del escrache, ese
atosigamiento físico y verbal en la puerta de la vivienda de un político por
una turba de individuos muy cabreados, volví a sentir ese asco por mí tan bien
conocido. Una vez más, esta sensibilidad mía no fue compartida por conspicuos
dirigentes de Podemos, que lo defendieron como el ejercicio de la libertad de
expresión. Esta semana, el caprichoso destino ha querido que uno de ellos haya
sido víctima de un escrache. ¡Qué bonita oportunidad le ha dado la vida de ser
consecuente con sus actos/escraches del pasado! Como ya sabrán, no lo ha sido.
Ha puesto el grito en el cielo. Por una vez, voy a estar de acuerdo con él: me
sigue pareciendo lamentable.
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