El presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, visitaba
la Moncloa esta semana, inaugurando una nueva etapa que se ha querido bautizar
de discrepante cordialidad. Menos es nada. Rajoy regaló al president una
edición de la segunda parte del Quijote, aquella en la que el intrépido caballero
andante era vencido y humillado por el caballero de la Blanca Luna en la playa
de Barcelona. Tengan por seguro que el regalito iba con segundas; lo que ocurre
es que los gallegos pueden ser tan sutiles, que la indirecta ha pasado casi
desapercibida. En la misma línea de diplomacia política, Puigdemont se reunió
recientemente con Pedro Sánchez y Albert Rivera, y el resultado no fue muy
diferente. La portavoz del gobierno catalán contestaba así de lacónica a la
oferta de reforma constitucional que planteaba el líder de Ciudadanos: “Llega
tarde”. Es difícil contener un mayor desatino en tan solo dos palabras. ¿Qué
significa eso de que llega tarde? ¿No estará insinuando que quiere usted romper
un país con más de 500 años de historia, casi 900 años después de la boda de
Ramiro y Petronila que unió los destinos de Cataluña y Aragón hasta hoy, por el
peregrino motivo de que el gobierno central presentó un recurso al estatuto de
autonomía de 2006, y que si entonces se hubieran aceptado otras fórmulas, el
independentismo se habría conformado? No se confundan. La hipotética reforma
constitucional que modernizase el estatuto territorial español llegaría tarde
para usted y los suyos, no para Cataluña. Llegaría tarde para los que se han
echado al monte, con la escopeta institucional al hombro, dispuestos a echar un
órdago al Estado y violentar sus leyes si es necesario. Ellos pasarán y
Cataluña permanecerá. Ojala que como una parte insustituible de España. Porque
nunca es tarde para la razón y el entendimiento.
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