sábado, 28 de marzo de 2009

1014 (Octubre 2007)

El drama estaba servido. Faltaban dos horas para el comienzo del partido, los macarrones hacían chup-chup en la cazuela y una telefonista muy amable acababa de comunicarme que iba a ser imposible conseguir las entradas. ¡A pesar de estar compradas y pagadas! Vayamos por partes. Cuando el comprador compulsivo pensaba que la tarjeta de crédito era el invento definitivo, llegó algo que lo cambió todo. ¡Qué fácil es comprar por internet! No hace falta ni ir bien peinado. ¿Un torneo de tenis para dentro de tres semanas? Por qué no. La irresistible querencia a dejarlo todo para última hora hizo el resto: al acudir al cajero a por las entradas, ¡oh sorpresa!, me pide un número secreto. Tengo tres tarjetas de crédito operativas. De una de ellas recito el número sin pestañear, de otra creo que podría saberlo y de la tercera, la que utilizo para comprar pizzas precocinadas, no tengo ni la menor idea. ¿Adivinan cuál utilicé esta vez? Regreso a casa con ánimo de enfrentarme a todas mis responsabilidades. Cuando veo la cara de mi mujer al contárselo, de pronto, quiero ser un macarrón. Intento encontrar alguna excusa, sin éxito. Vuelvo al cajero, dispuesto a todo. Tengo tres oportunidades y se que el número maldito es un mil algo, medieval, por más señas. Entre la reconquista de Zaragoza y la batalla de las Navas de Tolosa. Mi mujer ha sugerido el 1825, pero le hago ver, con gran amabilidad, que George Stephenson y el invento del ferrocarril no me suenan de nada. Y en ese momento, mis neuronas, tan maltratadas, tan entrañables, hacen el milagro. 1014. A la primera, porque sí, no sé por qué, como un número del gordo de navidad. Vuelta a casa en triunfador, qué sabrosos macarrones, qué divertido el partido, qué buena idea tuve, ¿verdad?

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