sábado, 28 de marzo de 2009

EL SUEÑO DE LOS JUSTOS (Septiembre 2007)

Dormir es una actividad fascinante. Entre las brumas del sueño se esconde la fuente de la personalidad y nuestros deseos más profundos. Al reino de lo inconsciente descendemos cada noche, en un ensayo general de la muerte, y sólo lo cotidiano del viaje es capaz de quitarle dramatismo. Pero además de misteriosa, dormir es una función necesaria. Desconectar la maquinaria cerebral por unas horas supone un descanso del que nadie puede prescindir. El interminable monólogo interior, de pronto, cesa. Qué alivio. Sin embargo, el sueño no es algo que se nos conceda automáticamente. Dormir bien, hay que ganárselo.
El momento de la verdad para todo ser humano llega cuando debe quitarse los zapatos. Al adoptar la vertical y convocar al sueño, da comienzo un juicio sin tribunales ni testigos, en el que el sujeto se ha quedado solo frente a sí mismo. En realidad, él es el juez y la parte. El asesino debe reencontrarse con sus víctimas, el corrupto con lo corrompido y el ambicioso con el exceso de sus deseos. Al acabar la función diaria que representamos ante el resto del mundo, cae la máscara, y todos los errores, miedos e inseguridades se hacen señores de nuestra vigilia. El cerebro toma decisiones al margen de la voluntad de su propietario, el tiempo se espesa y el reloj despertador muestra cifras casi imposibles. Son los códigos de la desesperación.
El éxito en la vida no debería medirse sólo en los despachos, en los hemiciclos, o en los consejos de administración. El triunfo se logra también en la intimidad del dormitorio, despeinado y en pijama. Porque dormir bien es el privilegio de unos pocos. De aquellos que pueden mirarse de frente sin asustarse. Es el privilegio de los justos.

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