domingo, 29 de marzo de 2009

LOTERIA (Diciembre 2008)

No me ha tocado la lotería. Entiendo que la noticia no es demasiado original. Apostaría todo lo que tengo a que a usted, querido lector, tampoco le ha tocado un premio importante. Lo lamento mucho por los dos. Hubo una época – era yo más joven y más rebelde – en que llegué a estar convencido de que la lotería era un invento del Estado para tener controladas a sus masas proletarias, pero que nunca tocaba. Es decir, que todo estaba amañado. Me temo que acababa de leer “1984”, la novela futurista de George Orwell, y su influjo pesimista había arraigado con fuerza en mi mente juvenil, ansiosa de cuestionarlo todo. Algunos años después, sí, creo. ¡La lotería toca a alguien! A pesar de ello, sigo pensando que Orwell tenía parte de razón. La lotería vino a España de la mano de Carlos III, que la trajo de Nápoles en 1763. Originalmente su misión era recaudar fondos para el Estado “sin quebranto de los contribuyentes”. Lo que entonces no sabían o no querían decir públicamente es que la lotería cumplía otra función mucho más importante: impedir revoluciones. Podría decirse que el invento no les salió demasiado bien si miramos a nuestra turbulenta historia de levantamientos, pronunciamientos y golpes de Estado, pero estoy convencido de que, sin la lotería, habría habido muchísimos más. Y creo que el argumento es válido hasta hoy. Cuando la economía se va al garete, los políticos meten la mano donde no deben o el sobrino de un ejecutivo de banca obtiene, de un gobierno socialista, una rebaja en el IRPF por su cara bonita, el ciudadano corriente siente dos impulsos primitivos: pegar fuego a alguna sede gubernamental o comprar un billete de lotería, para ver si puede mandar todo – trabajo, país, familiares incómodos – al infierno, e irse a una playa desierta a beber piña colada. Respiren hondo y no se preocupen. Todavía nos queda la del niño.

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