sábado, 28 de marzo de 2009

LA SILLA ZEN (Agosto 2007)

Estoy pensando seriamente en comprarla. Me promete un masaje Shiatsu, sin moverme de casa. Sólo Dios sabe en qué consiste el masaje Shiatsu, pero estoy dispuesto a recibirlo sin preguntar demasiado. Siempre que la silla venga ya montada, eso sí. Mi rendida admiración por las culturas exóticas y antípodas que responden con sencillez a los grandes enigmas de la vida, tiene un límite. Odio acudir a Urgencias con un corte profundo en la muñeca y tener que convencer a todo el mundo de que “no he hecho una tontería”. 249 del alerón, piden por la sillita. Me pregunto si el rebajar un euro a la cincuentena, para que parezca más barata, es también una estrategia zen. Mal empezamos. 32 euros al mes y sin entrada. Parece la hipoteca de la casa de muñecas de mi sobrina. ¿Y si el masaje Shiatsu me da cosquillas? Y una vez recostado, casi en la horizontal...¿en qué pienso? ¿En Scarlett Johansson? Técnicamente, podría ser mi hija. ¿En la hipoteca grande, en la de verdad? Me están entrando vértigos. Habría que buscarle otras aplicaciones. Las fantasías, por ejemplo. Podría imaginar que estoy volando en clase Business Plus y beber champagne con mi señora vestida de azafata de Air France...
Hace una semana que la tengo y parece que el zen empieza a hacer efecto: estoy pensando seriamente en devolverla. Acabo de comprender que no voy a alcanzar la sabiduría tumbado en este artefacto. Que Buda preferiría sentarse en el suelo. Que la silla zen es prima hermana del abdominator, pero más desvergonzada. Que el inventor de la silla zen no sabe nada de zen. Que la silla zen y la bicicleta estática van a hacer una gran pareja. En mi cuarto trastero.

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