domingo, 29 de marzo de 2009

LA FOTO (Junio 2008)

Definitivamente, el Somontano de Huesca estaba precioso. Gracias a las lluvias de mayo, sobre las que el refranero no se acaba de poner de acuerdo, aquel paisaje no tenía nada que envidiar a la mismísima campiña inglesa. ¿Es agua de mayo o arruina el año? Me estoy desviando del tema. Afrontemos los hechos. Como decía, el campo era un gozo aunque yo no podía disfrutarlo completamente: conducía un vehículo de cuatro ruedas y mis ojos estaban entretenidos en evitar que éste abandonase la carretera al encuentro de un barranco, a abrazarse mortalmente con un árbol o que chocara con los que venían de frente, con proyectos vitales opuestos a los míos. Al llegar a las famosas curvas próximas a Angüés, mi pie derecho estaba preparado para dar lo mejor de sí. Abandonaría el acelerador para hundirse en el pedal de freno todo lo que hiciese falta, generoso y sin especulaciones. Conozco bien la zona y se cuántos accidentes han provocado esas curvas traicioneras que han dado inmerecida fama al pueblo. Además, las señalización luminosa es tan abundante que uno se siente como un piloto de Iberia con galones aproximándose a la T4 de Barajas. Un fogonazo en el espejo retrovisor me sacó bruscamente de la apacible lasitud mañanera. Radar fijo al canto. Ansiedad, desasosiego. La señal marcaba setenta y yo circulaba a más de noventa. Ahora, según el guión habitual, deberían venir las quejas: a mi velocidad no había ningún peligro, sólo piensan en recaudar y bla, bla, bla.
No me da la gana. ¿Por qué han descendido drásticamente las muertes en carretera? ¿Por la educación vial en las guarderías? Sabemos muy bien que no. Por tanto me tragaré la mala leche y la próxima vez tendré más cuidado. Cojo aire, hago un esfuerzo y me digo: benditas fotos.

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