sábado, 28 de marzo de 2009

A PROPÓSITO DE SUÁREZ (Julio 2007)

Confieso que soy un asiduo lector de “Vacaciones en Camboya”, la columna que firma cada viernes Jesús Cirac en las páginas de este bendito periódico. Como intuyo en él a un buen polemista, me he metido en mis calzones de luchador de sumo para desafiar su habitual lucidez y buen juicio. La semana pasada, mi colega pretendía oponer a una visión excesivamente favorable de la figura de Adolfo Suárez, un análisis riguroso. No pongo en duda el rigor, pero encontré su análisis erróneo y profundamente injusto. En los últimos tiempos, la familia Suárez ha atraído a un sector del negocio periodístico que, de no existir un drama causado por la enfermedad, jamás se habría interesado por ella. El estilo de algunos programas televisivos dedicados al ex-Presidente del Gobierno, bien podría ser calificado de estomagante. Pero la grandeza de su persona está muy por encima de ellos. Adolfo Suárez fue un personaje providencial. Que de los despachos de un régimen como el de Franco surgiera alguien como él, constituye uno de los acontecimientos más inexplicables de nuestra historia. Un verdadero milagro. Suárez fue designado por el Rey ante la sorpresa general y tuvo que lidiar con la hostilidad de gran parte de las bases del régimen. Tomó decisiones trascendentales, de alto riesgo, con una gran valentía. Fue un pionero del talante, de la mesura en la opinión propia y del respeto hacia la ajena, en una España muy diferente a la actual. Una sociedad desorientada y temerosa, que acababa de romper filas ante la capilla ardiente del generalísimo. Por la importancia de su papel en la transición a la democracia, por autoestima y porque somos bien nacidos, Suárez debería inaugurar el olimpo de las figuras intocables de la historia de España. Aunque dentro de él, se sintiera un poco solo.

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