domingo, 29 de marzo de 2009

CRISIS (Julio 2008)

No me identifico mucho con el concepto de “trabajador” que suelen manejar los sindicatos. No me entiendan mal: trabajo todos los días como un pepe porque no soy rentista ni me ha tocado la lotería. Uno de los grandes éxitos de mis padres en la educación de su numerosa prole – se jactan públicamente de ello – consiste en haber podido darnos todas las oportunidades del mundo sin dejarnos un duro de herencia. Los bendigo y los maldigo por ello. Va a días. Las ugetés y las coos tienden a ver al trabajador como alguien que, inevitablemente, debe estar a las órdenes de otro. Cabreado y quejoso, eso sí. Como si perteneciera a una casta social de la que no puede salir. No encuentro nada malo en trabajar por cuenta ajena, por supuesto, pero en mi mundo ideal el trabajador es a la vez empresario, accionista o propietario. O, por lo menos, lo ha sido en algún momento de su vida, para no irse al otro barrio diciendo que no se atrevió a probarlo todo. Esta declaración de principios no me va a convertir en sindicalista del año, lo comprendo, pero juro que ahora estoy con ellos a bloque. Poco importan las razones de la crisis de turno; los precios del petróleo, las hipotecas subprime o el cambio climático. Al final, las recetas siempre van a ser las mismas: congelación de subidas salariales y flexibilización del despido. Suena a tomadura de pelo. Al final resulta que, pase lo que pase, el pagano es siempre el trabajador. ¿Los bancos prestaron dinero alegremente? ¿Los especuladores inmobiliarios hicieron del comercio de un bien de primera necesidad su negocio multimillonario? ¿El gobierno lo permitió? No pasa nada. El trabajador hipotecado para toda su vida por unos pocos metros cuadrados nos sacará de esta. Dios bendito. Me están entrando ganas de cantar la Internacional.

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