Aristóteles dijo ya hace 2500 años que el principal objetivo de un escritor era conseguir que el público se identificara con el protagonista de su historia. Desde entonces, dramaturgos y novelistas han adornado al héroe con toda clase de virtudes, en la esperanza de activar esa maravillosa mentira que lleve al público a sentir emociones por un personaje imaginario y a ellos, los autores, a los altares de la gloria literaria. Pero no siempre ha sido así. Grandes maestros han logrado su propósito arrastrando al lector a terrenos más inesperados. Aquellos donde el personaje malvado nos resulta irresistiblemente atractivo y llegamos a preguntarnos de qué oscuro rincón del alma proceden nuestras mismas reacciones. ¿Recuerdan a Hannibal Lecter, el magnético psiquiatra caníbal de “El silencio de los corderos? Su inteligencia superior, su ironía y su refinamiento cautivaban de tal manera al espectador, que éste llegaba a olvidar que el inefable doctor - bueno, nadie es perfecto - tenía la peculiar afición de comerse a la gente. El caso demuestra que, manipulando convenientemente la realidad, podemos llegar a sentir empatía por el mismísimo demonio. Basta con rodear al sujeto protagonista de personajes menos atractivos y más rastreros, para que brille resplandeciente y caigamos rendidos a sus encantos... ¡Andá! ¡Ahora se por qué Aznar no tragaba a Gallardón! Las aplicaciones políticas de este principio son infinitas. Sin embargo, el actual Presidente del Gobierno español no ha necesitado llevarlo a la práctica: otros lo han hecho por él. El Partido Popular se ha empeñado en hacer una oposición tan histérica, desleal y desagradable que los errores de Zapatero han quedado pequeños al lado de su figura agigantada. Como sigan así lo van a convertir en el nuevo JFK.
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