sábado, 28 de marzo de 2009

EL CANIBAL (Abril 2007)

Aristóteles dijo ya hace 2500 años que el principal objetivo de un escritor era conseguir que el público se identificara con el protagonista de su historia. Desde entonces, dramaturgos y novelistas han adornado al héroe con toda clase de virtudes, en la esperanza de activar esa maravillosa mentira que lleve al público a sentir emociones por un personaje imaginario y a ellos, los autores, a los altares de la gloria literaria. Pero no siempre ha sido así. Grandes maestros han logrado su propósito arrastrando al lector a terrenos más inesperados. Aquellos donde el personaje malvado nos resulta irresistiblemente atractivo y llegamos a preguntarnos de qué oscuro rincón del alma proceden nuestras mismas reacciones. ¿Recuerdan a Hannibal Lecter, el magnético psiquiatra caníbal de “El silencio de los corderos? Su inteligencia superior, su ironía y su refinamiento cautivaban de tal manera al espectador, que éste llegaba a olvidar que el inefable doctor - bueno, nadie es perfecto - tenía la peculiar afición de comerse a la gente. El caso demuestra que, manipulando convenientemente la realidad, podemos llegar a sentir empatía por el mismísimo demonio. Basta con rodear al sujeto protagonista de personajes menos atractivos y más rastreros, para que brille resplandeciente y caigamos rendidos a sus encantos... ¡Andá! ¡Ahora se por qué Aznar no tragaba a Gallardón! Las aplicaciones políticas de este principio son infinitas. Sin embargo, el actual Presidente del Gobierno español no ha necesitado llevarlo a la práctica: otros lo han hecho por él. El Partido Popular se ha empeñado en hacer una oposición tan histérica, desleal y desagradable que los errores de Zapatero han quedado pequeños al lado de su figura agigantada. Como sigan así lo van a convertir en el nuevo JFK.

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