domingo, 29 de marzo de 2009

WIMBLEDON ´08 (Julio 2008)

Probablemente hay mejores formas de pasar una tarde de domingo. Desde las tres del mediodía hasta las once de la noche, sólo interrumpidos por forzosos homenajes a la fisiología humana. Si nos atenemos a una desapasionada descripción del espectáculo - dos veinteañeros pasando una pelota por encima de una red, en un rectángulo de hierba alopécica y con puntuales chaparrones cada dos horas-, creo que todos los que presenciamos integramente la final del torneo de tenis de Wimbledon deberíamos pedir ayuda para enfundarnos una camisa de fuerza en tejido de malla y triple costura. En este caso, por suerte, detrás de las apariencias había mucho más: se representaba uno de los mayores dramas deportivos de la historia. Dos actores, tres actos y un público entregado en las tribunas. El joven aspirante – Rafael Nadal – disputaba la jefatura al viejo líder – Roger Federer -, vencedor en mil batallas. Cuando éste parecía derrotado, reaccionó, llevando el combate al climax final – el quinto set -, exigiendo del aspirante un momento de excelencia, la prueba definitiva de que era digno de sustituirle en el liderazgo. Algunos dirán que esta lectura épica de un simple partido de tenis es algo exagerada. Sin embargo, cuando los periodistas preguntaron al tenista suizo cómo se sentía tras la derrota, éste utilizó una palabra reveladora: “Destruído”. El tenis es el deporte más auténtico que existe. No puede haber una mejor metáfora de la vida. El tenista está solo frente a su destino. No depende de otros, ni de la técnica, ni de la ingeniería; sólo de la maquinaria de su cuerpo y de su fortaleza mental. En otros deportes, una ventaja puede ser insalvable, antes de terminar un partido. En el tenis, como en la vida, no tiene sentido rendirse. Mientras el juego continúa, cualquier cosa es posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario