domingo, 29 de marzo de 2009

BONN (Abril 2008)

La economía se rige por leyes propias de la naturaleza salvaje. El mercado dicta sentencia con la misma frialdad que una leona elige a su presa enferma en un rebaño de ñúes en la sabana africana. La empresa grande se come a la pequeña o le quita los clientes, condenándola a una muerte lenta, asfixiada por las deudas. Hoy son pocos los sectores que se libran de la presencia de las grandes empresas. Como consumidor no niego que el sistema tiene sus ventajas. Acepto que nos llenen la cesta de la compra, que nos vistan y nos vendan los muebles, el coche... pero me molesta profundamente que pretendan invadir también los espacios donde todavía es posible que un valiente sin Master en Business Administration se lance a montar su propio negocio. La hostelería, por ejemplo. Unos señores con dinero compran los cinco mil mejores locales de las cinco mil ciudades más importantes del mundo y se ponen a vender cafés. O hamburguesas de plástico. Su plantilla, multiétnica y tristona, parece decir con los ojos: “Les juro que este trabajo es temporal”. Y resulta que el negocio les sale bien. Porca miseria. Si durante un viaje he sucumbido a las tentaciones de un Starbucks o un McDonalds, al regresar, necesito una desintoxicación inmediata. Entonces lo tengo fácil. En mi barrio de la Almozara, con vistas a la Expo en apresurada construcción, está el bar con los bocadillos más sabrosos, honestos y amorosos de Zaragoza. Se llama Bonn y está en la calle Bonn, para no perderse. Si visita este verano la Expo y le ofrecen comida sospechosa, cruce el Ebro junto al pabellón-puente. Allí no harán el agosto porque saben que vendrá enero. Allí no cotizan en bolsa, pero le mirarán a los ojos. En calidad-precio, la mayor multinacional del mundo no podría competir con ellos. Qué gozada.

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