sábado, 28 de marzo de 2009

RACISMO (Diciembre 2007)

Cuando un titular periodístico afirma que los españoles somos racistas me da por aplicar el razonamiento lógico que me enseñaron en el bachillerato – yo soy español, luego soy racista – y, lógicamente, me cabreo. El problema de emplear con ligereza un término de tanta gravedad, es que se desgasta, pierde fuerza y, lo que es peor, deja de funcionar: un día ya no permite distinguir a los verdaderos racistas de una amalgama de conductas erróneamente asimiladas. Porque, afortunadamente, racistas de verdad hay pocos. El racista desprecia las razas ajenas y, como buen fanático, no hace excepciones. Odia igualmente a un inmigrante ghanés que al actor Denzel Washington. Creo que a la mayoría de españoles nos encantaría tener a este último como vecino. ¡Cómo íbamos a presumir!
España, ¿paraíso de los inmigrantes? Ni mucho menos. Aquí hay miedo, respeto, desprecio, hospitalidad y recelo hacia el extranjero, en todos los grados y matices. Porque son portadores de valores culturales que nos gustan o nos disgustan; porque son competidores en el acceso a servicios sociales o porque ser generosos con los que pasan por dificultades nos hace ser más felices. En España hay xenofobia. Pudorosamente escondida entre los sentimientos, reflejada en una mirada, o desbordada en un insulto o una agresión. El comportamiento xenófobo no es tan novedoso como pueda parecer. En el fondo, no es más que la manifestación de otro, mucho más antiguo, que nos acompaña desde el principio de los tiempos: la cobardía. Para intentar compensar las frustraciones o calmar los temores se agrede al débil, al que está en minoría, al que no se puede defender. Inútilmente. Todavía no he conocido a un xenófobo que parezca feliz.

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