domingo, 29 de marzo de 2009

EL GASOLINERO DE SIÉTAMO (Junio 2008)

“¡Parece que el tiempo nos ha dado una tregua!” Las nubes dibujan un paisaje apocalíptico, enrojecidas por los últimos rayos de sol. No hay clientes en la gasolinera de Siétamo y el encargado sirve el precioso líquido a la antigua usanza: en persona, evitando así que la última gota de gasoil acabe irremediablemente sobre nuestro zapato. Según los romanos fundadores del pueblo estamos a siete leguas de Huesca y todavía tenemos una hora de viaje por delante. Estoy cansado y mis formas sociales penden ya sólo de los delicados hilos de la buena educación. “Sí, hoy ha llovido mucho menos que ayer” El gasolinero detecta mi falta de entusiasmo y la diagnostica certeramente: durante el resto de ritual repostador – botella de agua, tarjeta de crédito, ¿me hace usted factura? – sustituye la charla anecdótica por una amabilidad silenciosa, comprensiva con mi cansancio, que me sorprende profundamente. Cada gesto y cada palabra suya están llenos de una extraña intensidad, de entrega, de voluntad de hacer las cosas bien. Acabo de dar con un hombre feliz. ¿Habrá comenzado su turno de trabajo hace unos minutos y está fresco y descansado? ¿La mujer de sus sueños le dijo hoy que sí? ¿El camión suministrador ha llegado hasta su gasolinera a pesar de la huelga de transporte y los piquetes? Quizá influído por el poético atardecer, me quedo con la mejor de las opciones: este hombre es así. Nunca es fácil aceptar la superioridad en los demás; el ego padece ante hombres o mujeres más guapos, más listos, más fuertes o más exitosos que nosotros. Sin embargo, el espectáculo de la superioridad moral de otra persona me llena de paz y tranquilidad. El nirvana, el cielo, la última reencarnación, lo que ustedes quieran. El gasolinero de Siétamo está más cerca que yo.

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