domingo, 29 de marzo de 2009

AMAPOLAS (Noviembre 2008)

Cada año son menos. Los últimos combatientes de la Gran Guerra resisten con bravura el asalto del tiempo, encogidos sobre sus sillas de ruedas. Lucen sus mejores galas, el pecho cuajado de medallas, para asistir en Londres a las conmemoraciones del 90 aniversario del armisticio que puso fin a cuatro años de sinrazón, trincheras y millones de muertos. Henry, Harry y Bill rondan los 110 años. Claude, de 107, vive en Australia y no ha podido venir. Son los últimos. Los cuatro sirvieron en el ejército británico en una de las guerras más salvajes y absurdas de la historia moderna. Como un laboratorio de ciencia exterminadora. A cada descubrimiento o invento del ingenio humano supieron encontrarle una aplicación mortífera: se estrenaron la ametralladora, el tanque, los bombardeos aéreos y las armas químicas. Cuesta creer que la vieja y pacífica Europa se convirtiera en una gigantesca trinchera. En la tierra removida por las explosiones, en el barro de los campos de Flandes, sólo una flor crecía confundida entre la sangre de los muertos. La amapola. Por eso, cada 11 de noviembre, a las 11 de la mañana, las amapolas presiden el homenaje a los caídos en la guerra. En todas las guerras que han tenido lugar desde 1918. El día del recuerdo. No puedo evitar la envidia que me produce el espectáculo: todos los ingleses lucen en su pecho la amapola. Los ministros y los mendigos, todos los partidos políticos, todas las clases sociales. Henry, Harry y Bill nos recuerdan quienes fuimos y quienes somos. Seres frágiles capaces de sentir piedad por nuestros semejantes o de buscar su aniquilación, con sólo unas décadas de diferencia. Hay ocasiones en que debemos mirar al pasado, aunque duela. La Historia debe servir para algo.

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