domingo, 29 de marzo de 2009

POBRE DE MI (Julio 2008)

Que se han acabado las fiestas de San Fermín. Espero que no se enfanden los navarricos, pero para mi ha sido un gran alivio. Desde que a las cadenas de televisión les ha dado por retransmitir los encierros pamplonicas, contemplar el espectáculo o sentirlo desde la ducha, casi a la fuerza, me ha provocado importantes dosis de estrés mañanero. Con franqueza: la perspectiva de ver a un australiano despistado jugándose la vida entre las astas de los toros no me atrae absolutamente nada. No tengo la culpa de que lleve a Hemingway en la mochila, de que se encuentre en pleno viaje iniciático hacia la vida adulta, o de que la noche anterior se haya sentido el rey del mundo entre los brazos de una mujer tan insolentemente joven y llena de vida como él. Un servidor, de niño, era un fanático de los encierros. Incluso llegué a correr algunos, durante los años mozos, en mi querida Sangüesa. Debo confesar que lo hacía a tanta distancia de los toros, que jamás llegué a verles la cara ni por asomo: cuando sonaba el cohete de salida de los corrales, yo ya estaba entrando en la plaza. Con los años me he vuelto todavía más miedoso, más egoísta (no quiero que nadie me amargue la mañana) o sencillamente consciente. Para bien o para mal, el espectáculo me ha dejado de interesar. A juzgar por la atención mediática que recibe, parece que el mundo camina en la dirección contraria. Sin embargo, en lo que no se ha avanzado mucho es en la comprensión antropológica del fenómeno. ¿Por qué se corre delante de unos toros arriesgando la vida? Una cadena de televisión, en la enésima repetición de un encierro, lograba distinguir a una mujer entre la masa de corredores. Tras congelar la imagen, el locutor exclamaba triunfal: ¡La mujer luchando por la igualdad en todos los terrenos!

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