domingo, 29 de marzo de 2009

LECCIONES DE LA HISTORIA (Mayo 2008)

Richard Nixon, presidente de los Estados Unidos entre 1969 y 1974, debió ser un personaje bastante peculiar. Vestía el batín de andar por casa con pajarita y su ambición, frialdad y falta de escrúpulos se hicieron legendarias. En una ocasión fue a visitar a su madre acompañado de periodistas, para felicitarla por su cumpleaños. No pasó de estrecharle la mano. Cuarenta años después, uno se sigue preguntando cómo es posible que el país más poderoso del mundo tuviese como líder a alguien incapaz de abrazar a la persona que lo trajo al mundo. Estos días se ha publicado en Estados Unidos la última biografía del político – “Nixonland”, de Rick Perlstein – que propone algunas respuestas para resolver el misterio. Nixon estaba lleno de odio y resentimiento. Contra los años sesenta y su revolución de las costumbres, contra el buenrrollismo del Partido Demócrata y contra los intelectuales progres que miraban a los liberales republicanos por encima del hombro. Según la tesis de “Nixonland”, Richard Nixon no fue elegido presidente a pesar de ese resentimiento. Fue el odio compartido por millones de compatriotas, el motor de su triunfo aplastante en 1972. Dos años después, el escándalo Watergate le obligaba a dimitir.
Creo que todas las sociedades, la española también, se mueven a golpe de flujo y reflujo, de revoluciones y de moderaciones. Probablemente haga falta, en algún momento de la historia, una ministra de defensa catalana embarazada pasando revista a las tropas en un país en guerra. Para luego volver a un nombramiento algo más convencional. Un país necesita Aznares y Zapateros. La historia de Nixon nos lo enseña claramente: El desacuerdo es natural; el odio al rival político es el camino de la vergüenza y de la indignidad.

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