domingo, 29 de marzo de 2009

GOYA (Abril 2008)

Hablar de Francisco de Goya como “el genial pintor aragonés” puede parecer, a estas alturas, una obviedad. De acuerdo, es un tópico como la copa de un pino resinero. Ocurre que una verdad indiscutible, a fuerza de ser repetida, pierde intensidad para los que la han escuchado desde los primeros usos de la razón. Para los aragoneses, especialmente. Mi primer trabajo escolar sobre Goya lo copié de un libro de arte a los doce años; antes de los veinte visité la casa natal del pintor en Fuendetodos (descubrí entonces que “Fuentetodos” no existía); pero debo confesar que he necesitado casi cuatro décadas para comprender realmente la grandeza de este hombre irrepetible. Goya sigue de moda, gracias a Dios. En el Prado se exhiben hoy sus fantásticos óleos del dos de mayo, restaurados con motivo del Bicentenario de la Guerra de la Independencia. En la Biblioteca Nacional, la serie de grabados “Los desastres de la guerra”. Esta última obra ha sido, para mi, la revelación. Se ha elegido, acertadísimamente, una imagen emblema de la exposición que resume muy bien su contenido: el grabado titulado “¡Qué valor!”. En él aparece Agustina de Aragón prendiendo la mecha del cañón que, el dos de julio de 1808, mantuvo a raya a los franceses en la puerta del Portillo de Zaragoza. Los poetas cantaron la hazaña, los pintores la representaron y los cronistas concedieron a esta niña el regalo de la inmortalidad. Pero nadie lo hizo como él. Dibujar a Agustina...¿de espaldas? La imagen tiene fuerza, autenticidad, concisión, ¡qué maravilla de título! Para dar un desplante tan descarado a las modas, a la pintura romántica y a las odas de Lord Byron, hay que ser alguien muy especial. Ya no me importa repetirlo. Hay que ser un genio.

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